8 feb 2009

El paso de Caradhras

Una de las cosas que me gusta de mis amigos es que suelen acompañarme en mis enajenaciones mentales. Así, cuando se te ocurre que puede ser una magnífica idea hacer una excursión en enero a las montañas, y enfangarse en un recorrido de treinta kilómetros a través de nieves (casi) perpetuas en un país que no conoces, no sólo no lo cuestionan, sino que alaban tan soberbia idea. Es lo que sucedió a finales de enero cuando Héctor vino a visitarme.

-Oye, ¿te parece que vayamos a las montañas Harz?, igual es un poco peligroso pero...- "Sí tío, donde tu digas"- "Lo único que no tengo mirado donde pasar la noche el viernes..."- "No pasa nada, algo encontraremos"- "Mira que puede ser complicado y tal, por aquello de las placas de hielo y los barrancos con 500 metros de caída libre"- "Psss..".- Vaya, que si le propongo en lugar de ir a las montañas, ir a combatir a un grupo de ñus satánicos a Letonia, probablemente la respuesta hubiera sido la misma. Eso se llama amistad inconsciencia.

Antes de salir hicimos una lista detallada de todas las cosas imprescindibles que debíamos llevar. Después de comprobar que no contábamos con la mitad del equipo necesario, y de que Héctor sólo se había traido camisas de verano en la maleta, olvidándose en Madrid cualquier tipo de prenda de abrigo (no debió prestar atención a la parte de nuestra conversación telefónica de la semana anterior en la que yo le comentaba que el ejército pingüinos se estaba haciendo fuerte al otro lado de la calle y que yo ya empezaba a temer por mi vida si el temporal no remitía), decidimos que, pese a todo, estábamos preparados para la aventura.

El sábado, muy de mañana, nos desperezamos y pusimos rumbo a la estación central de trenes. En un alarde de previsibilidad y organización se me olvidó constatar a qué hora abrían las taquillas para comprar los billetes. No sé en que extraño momento llegué a la conclusión de que las 7 debía de ser una buena hora. Por lo visto los trabajadores del Die Bahn (una especie Renfe alemana) no debieron compartir mi punto de vista. Así que tras una elípsis temporal de dos rosinenschneke y un par de cafés con leche cada uno) cogimos, esta vez sí, el tren que nos llevaría a nuestra primera parada: Quedlinburg. Como teníamos perfectamente cuadrados los horarios (o más bien, porque los teníamos cuadrados, a secas) para no perder tiempo entre estación y estación, acabamos en medio de Hannover haciendo hora para el siguiente enlace. Afortunadamente no nos internamos mucho en el bosque la ciudad y supimos volver a la estación, donde incluso nos dio tiempo a comernos un par de Currywurst. En ese momento eran algo así como las 10 de la mañana y nosotros ya no teníamos ni pizca de hambre.

Quedlinburg es una ciudad bonita, con casas de entramado de madera, declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Pero después de mis andanzas varias por Alemania, no puedo dejar de decir que no es sino "un pueblo más". Acogedor, bonito, confortable, eso sí, pero uno más. Nuestro siguiente paso, esa misma noche, era Thale, conocida por ser allí donde se celebra la noche de Walpurgis.

Cuenta la leyenda que en la Walpurgisnacht (noche del 30 de abril al 1 de mayo, consagrada a la santa inglesa Walpurgis, que trató de expandir el cristianismo por la tierra de los bárbaros tudescos) el diablo celebra su cumpleaños. Y es en Thale donde íncubos, brujas y demás serés del averno (políticos, banqueros, abogados...) se reúnen a preparar su botellón particular con asadurías de hígado humano, sangre, orgías y todas esas cosas en las que uno suele verse involucrado cuando se pasa con el ron-cola. Como era veintitantos de enero no había peligro para nosotros. O eso creímos... hasta que llegamos a Thale.

Como en Alemania del norte tienen la insana constumbre de anochecer a las cuatro de la tarde en invierno, para cuando nostros llegamos a la ciudad no se veía nada. Ni carteles, ni indicaciones, ni un par de neonazis con sus perros y sus novias que nos saludaron con amables palabras (...) El caso es que el mapa de la ciudad parecía pintado por un meningítico. Y así no había manera de encontrar el hostal donde nos alojábamos. Como uno ya es viejo en estas lides, busqué en la mochila los mapas que había imprimido en el trabajo el día anterior. Efectivamente, los mapas se encontraban al lado del cuchillo sucio de mantequilla y un vaso de cola-cao que, la noche anterior, había dejado... en la mesa de mi piso. Sin embargo, no era el momento de que cundiera el pánico, todavía tenía mi maravillosa guía "Lonely Planet" en la mochila (la cuál, por cierto NO recomiendo). A ver..., sí, aquí está: dirección Schwarzewald sin número. Mmm, "Schwarze"... negro, mmm... "Wald"... bosque... mmmmm. Héctor, creo que la hemos cagado. Nuestro hostal está en el bosque negro sin número. ¡¡¡¿¿WTF??!!!

Entre el puto mapa que, en lugar de tener una detallada lista de los nombres de las calles, lo único que tenía era fotografías de locales disfrazados de personajes de terror, que era de noche, que estábamos cansados y hambrientos, y que nuestro hostal se encontraba en medio del bosque negro, la cosa se ponía cada vez más interesante.

Como el bosque negro no podía estar muy lejos y todo el mundo sabe que los bosques suelen estar en medio de las ciudades (...) le preguntamos a una amable anciana que cómo podíamos llegar hasta allí. ¿Laufen? me dijo. Y yo, sí señora, andando, ¿no ve que no somos de por aquí.? Aquí he de hacer un paréntesis. Héctor no tiene ni pajolera idea de alemán. Imagínese el lector la escena y la cara que debió poner cuando la anciana comenzó a gesticular y me dijo... bueno mijo, tienen que tomar esta carretera, pasar una estación de tren (gesto de estar bendiciendo en misa), otra estación de tren, giras a la izquierda, andas, andas, sigues andando, llegas a una rotonda, tomas la primera a la izquierda, sigues, sigues, sigues, sigues... Héctor no sabía si me estaban dando indicaciones o clases de baile. El caso es que decidimos seguir los consejos de la anciana, que yo creía haber más o menos entendido. Después de cruzarnos con varios personajes tétricos en medio de la noche y de preguntar a otra anciana (las debían de poner en las intersecciones a modo de punto de información o algo) y a una amable y joven pareja angloparlante a la que no debimos entender bien (la chica se empeñaba en que debíamos de seguir un camino de rocas), llegamos a la conclusión de que el camino de rocas lo iba a seguir su padre, y que nosotros no nos ibamos a salir del camino de baldosas amarillas. (...) El caso es que la noche era negra y cerrada como plumaje de cuervo. Y allí estábamos nosotros, en medio de la negrura más espesa, siguiendo el curso de un río, con la esperanza de que los asesinos en serie no trabajasen a temperaturas inferiores a ocho grados bajo cero. No pasó mucho tiempo cuando encontramos un par de edificios en medio del bosque. Uno era un albergue juvenil, el otro, un caserón de madera que, además, resultó ser nuestro hostal.

Cuando uno se aventura en una cosa de estas y llega al hostal tiene la ingenua sensación de que le van a estar recibiendo con los brazos abiertos, confeti y música. Y que le van a decir, muy bien chaval, has superado las doce pruebas de Asterix, mañana serás famoso en la comarca, toma una manta y vete a dormir. La realidad, sin embargo, suele ser bastante distinta. Y es que claro, cuando llegamos al hostal, aparte de la pareja de ancianos que lo regentaban, tan sólo había una persona más. Un tipo medio borracho, que se empeñó en que Héctor y yo éramos una pareja gay y que debíamos bebernos unos chupitos de pera, que él invitaba. En un bar de madera donde la única decoración son más de quinientas figuras de gatos de porcelana y un acuario de peces de colores, a uno le da la sensación de estar en medio de un capítulo de Historias de la Cripta. Al final resultó que el tipo de la barra acababa de ser abuelo y estába celebrándolo. Los ancianos nos prepararon una trucha que nos supo a gloria para cenar. Y el cuarto tenía tres camas y un sofá cama, televisión, radio y una calefacción que funcionaba a toda leche. Al final parecía que las cosas no estaban saliendo tan mal.

A la mañana siguiente la primera sorpresa llegó cuando abrimos los ojos y nos asomamos a la ventana. El bosque por el que nos habíamos internado la noche anterior estaba delimitado por una pared de roca monumental, de varios cientos de metros. Estabamos en el comienzo de lo que se conoce como el "Bodetal". Un valle en medio de las montañas Harz que discurre paralelo al río y llega hasta el Brocken, un pico a más de 2000 metros de altura. No es mucho, pero para nuestro espíritu alpinista era ya más que suficiente. Por la mañana, el desayuno estaba esperándonos en un salón-restaurante para nosotros sólos. Baste decir que, como habrá intuido el lector por sí mismo, nosotros éramos los únicos inquilinos del hostal de aquella noche y, probablemente, de las últimas ocho semanas. El banquete matutino tan sólo se vio alterado por un inspirado Héctor que, tras caerse una vela decorativa, consideró que el mejor lugar para dejarla era el tubo de la calefacción y... por un gato asesino:



A nuestra pregunta de si era posible llegar andando hasta Rubeland, a treinta kilómetros de distancia de Thale, el tipo nos dijo "es geht". Algo así como, se puede hacer más o menos, así que tú mismo. Eso sí, nos advirtió que justo al comienzo del camino tendríamos que sortear un par de placas de hielo, pero que a partir de ese momento el recorrido iba a ser un paseo primaveral. A día de hoy no estoy seguro de si el tipo era un cachondo, o es que realmente no tenía ni puñetera idea de lo que estaba hablando.

Cuando en medio de un paso de montaña veas una cinta como las que pone la policía para que no ensucies la escena del crimen NO PASES. Si un par de tipos se cruzan en tu camino y te dicen que mejor des la vuelta, que el camino está difícil, HAZLES CASO. Estas son dos reglas básicas que parecen muy sencillas para la gente normal. Cuando juntas a un informático y a un doctorando en derecho enajenados después de un copioso desayuno, tal vez la única manera de convencerlos de que no hagan el chorra sea con un bate de beisbol.

El caso es que no hicimos caso de la señal, obviamente, y nos jugamos el tipo haciendo el Spiderman al tratar de evitar las placas de hielo. Lo que nadie nos había advertido era lo que todavía estaba por llegar...

En Quedlinburg

El mapa de Thale


A la rica trucha

¿qué sucede si acercas una vela a un radiador?




...continuará