
Afortunado fue, sin embargo, el día en que cayó en mis manos La ciudad y los perros, una auténtica maravilla literaria. Tal abismo entre ambas provocó en mí un miedo a la hora de acometer la lectura de otra de sus novelas, que aún me produce vértigo. Pese a todo, la admiración que el segundo de los libros me causó (y que aún impregna mi fondo de biblioteca), hizo que cogiera la vieja edición de Seix Barral y la acercase al lugar donde su progenitor se iba a encontrar aquella mañana. Y tan excitado estaba yo con la idea de acercar a ambos, que subí las únicas escaleras del edificio que tienen un punto ciego (las malditas giran abruptamente en ángulo recto) corriendo de manera atropellada, rozando y estando apunto de derribar al genial escritor. La comitiva que le acompañaba (con parte del la cual entonces poseía una buena relación que pese a aquél incidente aún hoy perdura) casi me mata.
Y no creo que hace falta que les recite la moraleja, pero que cierto es aquello de que uno suele encontrar lo que busca... cuando menos se lo espera.
PS.: Por cierto, aquél día Vargas Llosa nos contó la siguiente historia...
Autor de la fotografía: sagabardon