Enero comenzó con el chisporroteo de un periodo que agonizaba entre la algarabía de los fuegos artificiales que sibilaban en la noche alemana. Era la primera vez que recibía el nuevo año fuera de casa.
Una trucha recién cocinada en la lumbre sin estrellas de una cabaña, en un bosque de Thale, en las montañas Harz y la deliciosa espera en un acogedor restaurante italiano, donde siempre olía a mar y vino blanco secuestraron, entre placas de hielo y libros de texto, al calendario hasta marzo.
Entre Madrid y el Paseo de los Tristes discurrió, con melancólica sonrisa por los buenos momentos vividos, la primavera, que dejó paso a un verano que luego invernó con rabia, antes de lo debido.
Así llegaron los trenes que nos hicieron transitar dentro de nosotros mismos hasta hallar lo que buscábamos. Con la escarpia más dura que hubimos encontrado clavamos los tesoros adquiridos en el corazón de agosto.
Las noches de septiembre y octubre alumbraron, mientras nos revolcábamos en la hierba a las orillas del Ebro, a una escogida nueva familia cuyas raíces continúan hundiéndose con incesable empeño cada día. Inmejorable regalo para una noche de difuntos.
Un rural fin de semana en un paraje de mi otrora desconocida tierra despidió a un noviembre que vio como diciembre se hacía añicos mientras la sangre coagulaba en afilados cortes. El almizcle sin refinar del fracaso de un empeño fiorentino fue festejado en ahogados sollozos que pugnaban por descubrir lo que aguarda tras el azul irisado de los tiempos venideros.
Excúsame el susurro plagiado y permite hacer mío un brindis que es tuyo, ¡a la salud del nuevo año!